martes, 11 de octubre de 2011

DOMINGO


Domingo es el día perfecto. Amanezco temprano yo también con la claridad, pongo la pava para el mate y paso por el baño, luego abro las ventanas, extiendo los tapetes que me cosió mi madre, uno sobre la mesa para la computadora y el otro sobre la silla donde me sentaré a escribir.
Si llueve o está nublado, el domingo ya tiene visos de perfección, si hace frío, enrosco mis pies enguantados en medias con una colcha que también trajo mi madre de un viaje a Paraguay.
Es el día en que más escribo, mejor aún, participo de toda esa pequeña cosmogonía que me da seguridad tratando de modificarla a mi antojo para escribir cómodo, es el día de la contemplación, no hay autos que me distraigan ni gente conversando en la vereda bien temprano, solo pájaros y más de una vez, el rumor del viento o solamente la lluvia a través de la ventana.
En un balcón del otro lado de la calle hay un gato que a veces logra sacarme de quicio haciendo equilibrio sobre las verjas a tres pisos del suelo; a mi izquierda, un paraíso extiende sus ramas verdísimas, y sus florecillas violetas se asoman sobre mi departamento como pidiendo permiso. Solo eso, nada más que eso. Nada menos.
Domingo es el día en que suelen visitarme los fantasmas apolillados de la memoria emotiva, no basta con recordar algún hecho que pasó sino que en ese día, frecuentemente recuerdo incluso lo que he sentido mientras transcurrían aquéllas anécdotas que escribo. Aromas, risas, colores que nunca se habían ido pero que no había vuelto a sentirlos.
Sospecho que el tiempo en estas cosas me juega una mala pasada, que los agiganta en detalles graciosos o emocionales obligándome a hacer un esfuerzo para discernir cuál de ellos corresponden a lo verdaderamente histórico y cuál a lo potestativo, cuáles cosas ocurrieron y cuáles invento ahora frente al papel.
Y la mañana corre, el termo se queda más de una vez sin agua, y las letras que sin darme cuenta llenan algo, a veces son páginas, otras veces solo mínimos espacios.
El día en que me cueste escribir, o que hacerlo signifique un displacer, ni siquiera abriré la computadora, cuando no tenga nada que decir seguramente estaré muerto y nadie me lo había dicho.
Pero domingo también es, tipo diez de la mañana, el movimiento bullicioso del hogar para viejos a mitad de la cuadra, algunos cantan, otros llaman a alguien emocionados en voz alta, se adivina un frenesí que durante la semana no ocurre, o no se nota; se bañan, se peinan, se acicalan para, tal vez, una visita.
Hay una vieja que se sienta en un sillón todas las tardes en la vereda. Cuando sacamos a mi hijo de pocos meses para su diario paseo, lo mira embelesada, levanta la mano y hace una mueca que alguna vez seguramente habría sido una bella sonrisa.
Siempre que la vemos, cruzamos la calle y nos detenemos unos instantes para que ella pueda hacerle unas morisquetas al pequeño, no sé cómo se llama, ni a quién recuerda cuando ve a mi hijo, si existe esa criatura de su imaginación o si luego de que nos marchamos lamenta su soledad.
Domingo es esa vieja también, ese ser en desuso que algún día mi niño llamará abuela, y los otros que le hacen coro a media mañana para decirnos lo que se nos viene y ya está a la vuelta de la esquina.
Fue domingo el día que escribí el poema que más me gusta y el cuento que me representa, fue también el día en que voló mi amigo con alas de ángel que le crecieron repentinamente, aleteó un poco sobre el techo para ser visto y no lo vimos más, el día de los llamados por teléfono a los que amo, en el que más veces entro a la pieza de mi hijito a mirarlo solo porque sí, porque escuché que estornudaba o tosía; el día en que le retaceo minutos a mi oficio con el atenuante de mirarlo dormir transversal en la cama, todo despatarrado; y a mi mujer bellísima también y sensual, adivinada en la semioscuridad con algo de su ropa mínimamente cubriéndola.
Noto que me estoy poniendo viejo porque domingo es precisamente, cuando más miro la vida, cierro los ojos, huelo, me coloco junto a la corriente de aire que cruza hacia el lavadero y aguzo sentidos que hasta hace poco ignoraba que tenía, receptivo de tanta cosas que nos sobra, en busca del mínimo rastro de alguno de los fantasmas que deambulan nuestros rincones sin atreverse a romper las reglas y voltear un portarretratos como si fuera obra del viento y hacerse el distraído, como buen fantasma; o echar a cabalgar el caballito anaranjado que mi hijo dejó tirado desde la noche en el piso del comedor para que notemos su presencia afantasmada alrededor nuestro.
Alguna vez, por el simple acto de vivir, acabaré esta vida. Seguramente antes, también habré dejado de escribir. No sé por qué, al fin y al cabo a nadie le importará y yo no estaré, pero me gustaría que fuera un domingo.
Tal vez para que en el hipotético caso de que alguien me recuerde con nostalgia justo en ese día, ese sentimiento sea un eslabón, el último, de mi larga cadena de domingos.

Leva Cosanovich.
14 de enero de 2011
Villa del Parque.

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