Cuando
cayó definitivamente la tarde, el hombre se levantó como un muerto resucitado
se levanta en una de esas películas de bajo presupuesto. Había estado esperando
esa hora desde hacía un buen rato.
Uno
podría decir que lo vio mirar en la tele una vieja película de Cow Boys que
tanto le gustan, que en algún momento preparó mate o que jugó con el gato
haciéndole cosquillas en la panza, podría decir incluso que al levantarse de la
siesta se había puesto el pantalón de los mandados en lugar del pantaloncito de
Atlanta o que lo vio llevando la pequeña radio a pilas hacia el baño,
sintonizar un tango para entonces sí, iniciar el rito dominguero de afeitarse a
pesar de ser apenas martes.
Caminó
hasta la cocina y tomó una bolsita plástica de atrás de la puerta. En el
exterior se cruzó con el del último piso que subía con sus dos hijos
bulliciosos. Luego del beso de rigor, ambos se guiñaron un ojo en señal de
complicidad.
Se
notaba la excitación de los pequeños. No eran los únicos, los de enfrente también
se hacían ver a los gritos, una mamá zamarreaba a uno que parecía no entrar en
razones.
Recién
a mitad de la cuadra, la rodilla mala que tenía pareció acomodársele. Ese dolor también es consecuencia del accidente,
recordó. Se acordó de la sonrisa de su hijo y sonrió con esa mezcla de ternura
y lástima con que lo recordaba.
No
le hacía bien recordarlo, pero en estas fechas especiales no tenía remedio.
Después del accidente y la tragedia, de la reubicación mental y emocional,
después incluso de la confirmación dolorosísima de lo irreversible; a él, aunque
trató e hizo todo lo que estuvo a su alcance, nunca le llegó la aceptación, al
menos mínima o parcial de lo ocurrido.
Con
el tiempo aprendió a convivir con esa molestia en todos y en ningún lado, esa
expectativa de desastre validada por la realidad, un rumor en las coyunturas de
sus huesos que nunca más se le fue.
Caminó
despacio hasta la esquina de la Calesita, un baldío donde alguna vez estuvo el
carrusel de su infancia. Se metió con cierta agilidad por entre los alambres.
No
estaba apurado, desde la oscuridad podía ver una porción distinta del cielo que
miraba a diario desde su balcón. Hipnotizado, se quedó buscando una cara entre estrellas
que se le antojaron más hospitalarias que de costumbre.
Hubiera
quedado mucho tiempo en ese lugar, a su espalda pasaba uno que otro auto tras
la cortina de eucaliptos de la vereda. El silencio era casi respirable, y la
oscuridad. Solo el sigiloso rumor de los gatos haciendo de las suyas en el predio.
Sacó
la bolsita del bolsillo, cortó una mata de pasto y la metió adentro. La volvió
a guardar. Dio la vuelta a la manzana para volver por otra calle. Ya casi era
la hora de la cena.
Al
otro día se levantó más temprano que de costumbre. Había pasado casi toda a
noche en blanco, de nada sirvió la radio ni la lectura a la que solía acudir en
casos semejantes.
Uno nunca se acostumbra a
este dolor, solía decir a quien le preguntara cómo hacía.
La vida ya no es vida cuando
uno pierde un hijo. Uno sobrevive nomás, solía repetir.
A
las cinco abrió los postigos del balcón. Tomó con sus dos manos el tapercito con
agua que había dejado la noche anterior y la volcó lentamente en el cantero de
al lado. Luego, la mata de hierbas que había puesto en el otro recipiente.
Después
de pasársela lentamente por la cara, aspirándola durante unos segundos
interminables, la echó por el balcón.
Simplemente
abrió la mano y la dejó caer. Las briznas se deprendieron despacito, una tras
otra, como pequeños helicópteros verdes que se desbarrancaban. Junto a unos
zapatitos gastados, puso el regalo que había comprado hacía más de una semana.
Caminó hacia atrás con sigilo, como si estuviera frente a un emperador o una
deidad y volvió a cerrar la cortina tras de sí.
La
repentina penumbra del departamento no lo inmutó, llegó hasta el borde de su
cama esquivando al gato que se empecinaba en cruzarse entre sus pantuflas y se
metió en la cama.
Le
pareció que al lado, su mujer también lloraba.
Leva
Cosanovich.