domingo, 4 de septiembre de 2011

UN MAS ALLÁ BIEN ACCESIBLE



No me lo contás, porque ni vos ni yo lo sabíamos hasta este momento, no podés contarme, y sin embargo estamos juntos sin quererlo, al calor de una hornalla vigilando cierta memoria que no necesitaremos; ponemos paños fríos sobre el fuego de nuestras realidades, e intentamos darle sepultura otra vez a esos recuerdos repitiéndoles con indolencia que ya no somos ese niño, que un adulto solo tiene miedo a que la palidez de algunas caras que transportan sus dolores se nos pegue, que preferimos los anteojos ridículos del agobio para ser ocultados entre la gente y no las gruesas patas de la mesa debajo de la cual alguna vez amanecimos.
Inexorable gesto frente a ese día al que no le sucederá ninguno otro, miramos como cae la tarde de nuestra resignación con el rostro sudado y el descaro de los limosneros que perdieron toda vergüenza; caminamos contando los pasos, uno, dos, tres pasos, hacia la frontera, sin saber qué tierra se abrirá, ni cuándo, y nos preguntamos si esto ya es la frontera o solo es la inminencia.
Y uno aprende a limar sus sufrimientos para que quepan más cómodos en el saco, solo que algunas penas incurables no se quitan; oímos a duras penas el chasquido que repite el dolor sobre nuestros huesos exánimes, el mal aliento que nos precede el entusiasmo.
De nada ayudará la aureola de hombre ilustrado con la que nos hacemos preceder. Hombre de fe. Nuestro prestigio perdido nos alcanzará en alguna de las esquinas cuando paremos a tomar un poco de aire, y despertaremos sospechas, nos mirará atentamente el que somos y escondido, espera debajo de la piel.
El antiguo rito, esa sonrisa de entre cara traerá a la memoria otros cuerpos hinchados, azules, con los ojos sin ver debajo de los párpados pugnando por salirse de las cuencas, y sacudiremos los pensamientos, pero los malditos no se moverán.
Y el juego estúpido de la verdad, ritual de religiones y filosofías con la que osamos mentirnos muchas veces, y el escandaloso placer con el que aprendimos a atormentarnos a hurtadillas será lo último de nuestra memoria, lo mejor a rescatar si nos fuera posible.
Querríamos volver atrás, pero esto el castigo urdido por el que dice que nos ama, de quien hemos heredado hasta su imagen y semejanza, solo nuestra férrea conciencia llevaremos enquistada, las bodas, las comidas familiares, la noche en que saltamos el muro aquél, cuando a golpes de puños nuestra hombría nos hizo creer que ya éramos grandes y aptos para lastimar, para matar, es decir, aptos para la vida; comerciantes cansados de hacer siempre lo mismo con zapatos agujereados, tipos que no van a ningún sitio pero andan apurados.
Pequeñísimos somos, insignificantes, enfadados en tanta prisa; quienes más nos conocen ni siquiera saben nuestro apellido, nos miran en el subte y ya lo saben, nos ven correr por Palermo e intuyen hasta dónde somos, a dónde llegaremos; nos venden un diario en la calle y al escrutar nuestras intenciones reconocen el norte de nuestra brújula, el articular de las pobres excusas, el balbuceo tonto de los labios y el vaivén de cabezas a la hora de las reflexiones.
Mentimos, y lo peor, nos mentimos a nosotros mismos para ganar tiempo, y perdemos tiempo, valiosos minutos que no recuperaremos, somos eficientes en el arte de mimetizarnos hacia adentro, incluso nos cuesta reconocernos en el espejo, nos sube la presión arterial y decimos: bien, apuñalamos la memoria ascendente y sonreímos después de la traición, solo nos sale sonreír después del ramalazo artero, y no supimos nunca el nombre del padre de nuestro abuelo…
Así seremos…como ellos, algo definitivamente perdido reclamando libertad con la rigidez de la que no saldremos nunca, para descubrir que somos piel y hueso, carne de matadero, mano de obra barata en la evolución, que no solo corre sangre adentro nuestro sino lágrimas, y que nadie tomará nuestra vida por la de alguno otro. Que de nada sirve el amor en cuestiones de la muerte.
Imposible arrodillarnos, le echaremos la culpa a esa articulación maldita, al viento que apagó la vela, al hecho incontrastable de que el mejor segundo de la vida se nos pasa recién en el último segundo.
Y extendemos la mano para aferrar a ese último que se nos ríe en la cara, diciéndonos pasaste, eslabón apenas, que te creías algo, tan solo por tener remordimientos, error tal vez de ese buen dios por el que fuiste dotado, aquél que te llevó a creerte como él, un poco eterno, merecedor de alguna cosa luego de tu paso por la tierra y para sobrevivir a tu conciencia, tuviste que inventarte un Más Allá bien accesible.


Leva Cosanovich.
V. del P.
13 de Agosto de 2011.

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