jueves, 31 de enero de 2013

SEIS DE ENERO


Cuando cayó definitivamente la tarde, el hombre se levantó como un muerto resucitado se levanta en una de esas películas de bajo presupuesto. Había estado esperando esa hora desde hacía un buen rato.

Uno podría decir que lo vio mirar en la tele una vieja película de Cow Boys que tanto le gustan, que en algún momento preparó mate o que jugó con el gato haciéndole cosquillas en la panza, podría decir incluso que al levantarse de la siesta se había puesto el pantalón de los mandados en lugar del pantaloncito de Atlanta o que lo vio llevando la pequeña radio a pilas hacia el baño, sintonizar un tango para entonces sí, iniciar el rito dominguero de afeitarse a pesar de ser apenas martes.

Caminó hasta la cocina y tomó una bolsita plástica de atrás de la puerta. En el exterior se cruzó con el del último piso que subía con sus dos hijos bulliciosos. Luego del beso de rigor, ambos se guiñaron un ojo en señal de complicidad.

Se notaba la excitación de los pequeños. No eran los únicos, los de enfrente también se hacían ver a los gritos, una mamá zamarreaba a uno que parecía no entrar en razones.

Recién a mitad de la cuadra, la rodilla mala que tenía pareció acomodársele. Ese dolor también es consecuencia del accidente, recordó. Se acordó de la sonrisa de su hijo y sonrió con esa mezcla de ternura y lástima con que lo recordaba.

No le hacía bien recordarlo, pero en estas fechas especiales no tenía remedio. Después del accidente y la tragedia, de la reubicación mental y emocional, después incluso de la confirmación dolorosísima de lo irreversible; a él, aunque trató e hizo todo lo que estuvo a su alcance, nunca le llegó la aceptación, al menos mínima o parcial de lo ocurrido.

Con el tiempo aprendió a convivir con esa molestia en todos y en ningún lado, esa expectativa de desastre validada por la realidad, un rumor en las coyunturas de sus huesos que nunca más se le fue.

Caminó despacio hasta la esquina de la Calesita, un baldío donde alguna vez estuvo el carrusel de su infancia. Se metió con cierta agilidad por entre los alambres.  

No estaba apurado, desde la oscuridad podía ver una porción distinta del cielo que miraba a diario desde su balcón. Hipnotizado, se quedó buscando una cara entre estrellas que se le antojaron más hospitalarias que de costumbre.

Hubiera quedado mucho tiempo en ese lugar, a su espalda pasaba uno que otro auto tras la cortina de eucaliptos de la vereda. El silencio era casi respirable, y la oscuridad. Solo el sigiloso rumor de los gatos haciendo de las suyas en el predio.

Sacó la bolsita del bolsillo, cortó una mata de pasto y la metió adentro. La volvió a guardar. Dio la vuelta a la manzana para volver por otra calle. Ya casi era la hora de la cena.

Al otro día se levantó más temprano que de costumbre. Había pasado casi toda a noche en blanco, de nada sirvió la radio ni la lectura a la que solía acudir en casos semejantes.

Uno nunca se acostumbra a este dolor, solía decir a quien le preguntara cómo hacía.

La vida ya no es vida cuando uno pierde un hijo. Uno sobrevive nomás, solía repetir.

A las cinco abrió los postigos del balcón. Tomó con sus dos manos el tapercito con agua que había dejado la noche anterior y la volcó lentamente en el cantero de al lado. Luego, la mata de hierbas que había puesto en el otro recipiente.

Después de pasársela lentamente por la cara, aspirándola durante unos segundos interminables, la echó por el balcón.

Simplemente abrió la mano y la dejó caer. Las briznas se deprendieron despacito, una tras otra, como pequeños helicópteros verdes que se desbarrancaban. Junto a unos zapatitos gastados, puso el regalo que había comprado hacía más de una semana. Caminó hacia atrás con sigilo, como si estuviera frente a un emperador o una deidad y volvió a cerrar la cortina tras de sí.

La repentina penumbra del departamento no lo inmutó, llegó hasta el borde de su cama esquivando al gato que se empecinaba en cruzarse entre sus pantuflas y se metió en la cama.

Le pareció que al lado, su mujer también lloraba.


Leva Cosanovich.