VÓMITO BENDITO
Ella, que abusa de mí desde que era un niño, puta
solapada, porque nadie la ve, que se mueve por las noches, más de una vez, entre
las peripecias del alcohol.
Consciente de mi soledad de buenas compañías.
No hay otro nombre que le cuadre mejor, mejor
que su arquetipo, lo que debería haber sido, el soñado por sus padres.
Peor aún, O
mejor, quién sabe, el que los
desperdicios le otorgaron. El más antiguo, a juicio de los eruditos, el
necesario, según mi pobre juicio.
No creo que hubiera sobrevivido sin sus
caricias, sin visitarla a hurtadillas. A escondidas de mi madre, primero, y de
mi esposa luego. En mi adolescencia, alardeando ante mis amigos.
Yo he quitado de la boca el pan a mis hijos para
estar con ella.
Pero como defensa, debo alegar, si se me
permite, que he sido mejor hombre, un poco mejor padre, sin duda alguna, mejor
hijo, gracias a ella.
A menudo la vida me era demasiado dura, pero
siempre podía acudir a sus brazos. Y abriría el corazón para vomitar.
Porque
solo el corazón vomita, aparte del estómago.
Tragedias que a esa edad creía personales y
eternas, escaramuzas apenas, para futuras batallas.
Leones
y osos en la vida de David en
su guerra a muerte con Goliat. Filisteo
que a todos nos espera, en algún lugar del futuro, a la vuelta de cualquier
esquina.
Circunstancias apenas, que cumplirían el propósito
de tornarme más fuerte.
Claro, yo entonces no podía entenderlo y solo me
quedaba el recurso de asistir escrupulosamente a su presencia, para que ella, como
muchísimo antes lo hiciera mi madre, me cobijara en un abrazo interminable.
Y yo sentía, por fin, que era ese y ningún otro
el sitio más seguro de la vida.
Recién allí podía ser yo mismo, a borbotones, sangre
de una arteria cercenada.
Y llenaba su falda, tímidamente, luego la
sábana, bajaba por las patas de la cama, inundaba la tierra de los alrededores, los arbustos, la sombra de todos los
arbustos que a través de la ventana movía el viento fresco de mis noches.
Sangre de brillante rojo, luego un poco más
oscura.
Por último, cerca de la madrugada, tan líquida
y cristalina como el agua. Y así de benigna.
Puta y abyecta ella, que nunca preguntaba, veneno
entre todas las ponzoñas aún por descubrir, puñal entre mis vísceras.
Paradoja de metal forjado para la vida, brasero
encendido al que volvería, una y otra vez en mis deshoras de tristeza.
Pero también en mis horas de alegría, cuando el
canto de los marineros que se preparan para partir, o el abrazo del amigo que
regresó de la guerra, lo ameritara.
Sí, ella, la magnífica puta, la necesaria, la
de las puertas entornadas y los postigos al equilibrio del sol de las mañanas.
La de las lloviznas. La del pájaro que año tras
año hizo nido en el balcón entre mis flores amarillas y blancas.
La de los puentes levadizos, figura de tules
transparentes en la torre del castillo.
La honrada puta, pozo de agua bendita y barro, ladrillo
destinado para columna o templo, en otra circunstancia.
Monumento funerario de otros adictos como yo.
Rito del que nunca he sabido desprenderme, ardor
en la boca antes de verla.
Ardor en la boca precisamente por haber estado
en ella.
Puta, que sigue conmigo en el regreso, en mi
sonrisa satisfecha cuando pateo latas y asusto gatos por las madrugadas.
Amada mía, querida ramera de mi alma, que no he
sabido explicar a los que amo, cuando no he logrado defender mi proceder demiurgo
ante los que me aman.
Despídeme, cuando me muera, que sigan sonriendo
los que un día me vieron y tuve el honor de frecuentar; que solo ella quede
cuando me haya ido.
Hueco exacto en mi colchón, sombra de alguien
que alguna vez estuvo, rumor que no pudimos explicar, sensación en la piel a
filo de cuchillo de quien alguna vez fue casi cierto.
Despídeme, bendita puta, de otros que también
te amaron
tanto o más que yo. Recíbeme entre tus brazos
que acunaron a tantos felices y a tantos desdichados...
Amada Poesía.
Leva Cosanovich.