Mi abuelo siempre creyó que volvería a Yugoeslavia. Cuando hablaba de su
tierra solía llover. Mi abuela me lo solía contar cuando yo era niño. A mí
siempre se me hizo que eran lágrimas que él mismo no se atrevía a llorar. Allá
habían quedado sus dos hermanas. Decía que aquélla era su tierra porque allí
estaban sus antepasados.
Acá tuvo diez hijos, la mayor se llamaba Ana. Mi tía murió al poco de
casarse, tenía veintiún años, dicen que era hermosa. Cuando murió tía Ana, (mi
abuela me lo contó tiempo después) mi abuelo repetía que ya no volvería a
Yugoeslavia porque ahora era argentino; decía que había comprado esta tierra,
no con plata como los demás, sino con la vida de un hijo, el mismo día que tuvo
que enterrarlo en esta tierra áspera donde a diario solía enterrar semillas.
Aparentemente solo somos semillas, reflexioné ese día.
Yo no conocí a mi abuelo. Bueno, lo conocí solo a través de los relatos
de mi abuela y de mi madre. Ellas están seguras de que aquél viejo solo lloró
dos veces; la primera cuando se separó a los dieciséis años de sus hermanas, y
la última, cuando murió mi tía.
Cuando llueve pienso que hubiera sido mejor para él haber llorado más, tal vez esta tierra
hubiera sido menos áspera. Aunque después pienso qué tiene que ver una cosa con
la otra. Igual, nunca he podido olvidar a todos mis familiares metidos en la
tierra como si fueran una semilla que nació y luego dio frutos.
No es mala idea salir a caminar bajo la lluvia, uno piensa en todos los
que ya no están, y que también fueron mojados por las mismas gotas, bajo un
chaparrón nadie puede ver si uno llora o no, la gente corre hacia todos lados y
sin embargo llueve adelante y atrás, nadie puede escaparse. Yo me acuerdo de mi
tía Ana y repito: semilla.
Semilla. Semilla somos, que deberemos dar fruto a diez por uno; a ciento
por uno. Y no estoy hablando de hijos. No es poca cosa.
Leva
Cosanovich.
20
de septiembre de 2012.